Hoy, casi a la mitad de su mandato leo lo que
alguien escribe del mismo. Como dijo durante su campaña: “América lo primero” lo
está llevando a rajatabla. Es la primera. No tiene paro, su economía está
floreciendo, no ha iniciado ni acabado ningún
conflicto armado y salvo el no manejo del cambio climático da la impresión que
todo le va de maravilla y por tanto a los estadounidenses.
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“Una realidad incómoda
Bajo la presidencia de Trump, Estados Unidos ha recuperado una prosperidad
propia de los felices sesenta
Dado que usted y yo estamos ahora mismo en este periódico, cabe suponer que
coincidiremos en algunas apreciaciones. El tipo es un patán insufrible, un
ególatra desbocado, un mentiroso patológico. Hasta ahí de acuerdo, ¿no? Ignora
el cambio climático e incluso se alegra de que se funda el casquete polar,
desprecia a los inmigrantes, odia la prensa que le critica, practica un nepotismo
ridículo y confunde sus intereses personales con los del país. ¿Seguimos en
sintonía? Diría que sí.
Subrayemos que este hombre puede provocar una
catástrofe en cualquier momento y que ignoramos en qué acabará su pulso
comercial con China. Dicho esto, enfrentémonos ya con la otra parte de la
realidad. Bajo la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos ha recuperado
una prosperidad propia de los felices 60. Apenas existe desempleo, la economía
creció más del 3% en el primer trimestre, la inflación permanece baja, suben
los salarios y se ha frenado el declive industrial.
Ya, claro, dirá usted. Pero eso está lográndose con un monstruoso
endeudamiento público y con un alarmante déficit presupuestario. Es cierto.
Donald Trump, tras destruir aquella secta de fanáticos del rigor llamada Tea Party (¿se
acuerdan de cuando parecían imparables?), ha unido al Partido Republicano en
torno a una política similar a la de aquel otro presidente, más simpático,
igualmente insufrible, llamado Ronald Reagan. Durante los años 80, Reagan
disparó la deuda y todos los déficits. Es lo que ocurre cuando se bajan los
impuestos (mayormente a los ricos) y se gasta una barbaridad en armamento.
Ocurre, sin embargo, que Estados Unidos imprime dólares, la moneda aceptada en
todo el planeta, y puede permitirse cosas que en cualquier otro país
conducirían al desastre.
Ronald Reagan logró que Estados Unidos recuperara el optimismo y la condición
de superpotencia económica, ganó la Guerra Fría (aunque la victoria la firmara
su sucesor, George Bush) y acabó con la Unión Soviética. Muchos creímos
entonces que la apuesta por los euromisiles y el farol de la “guerra de las
galaxias” podían conducir a un holocausto nuclear. No fue así. En realidad,
ocurrió lo contrario. En cuanto a los déficits, el crecimiento los fundió.
Durante la presidencia de Bill Clinton se transformaron en superávits, hasta el
punto que llegó a temerse la desaparición del mercado de deuda pública,
fundamental tanto para quienes manejan la política monetaria como para los
pequeños ahorradores.
Donald Trump practica el proteccionismo y vulnera prácticamente cada día
los principios de un libre comercio que, por razones no del todo comprensibles,
se ha convertido casi en dogma de fe para los progresistas. Desde que se enfrentó a China, cuyo capitalismo de Estado constituye la antítesis
del libre comercio, la Unión Europea parece respaldar en silencio las tesis de
Pekín y las instituciones internacionales emiten periódicas alarmas sobre el
riesgo de que la guerra comercial desemboque en una recesión planetaria. Eso puede
ocurrir, por supuesto. Pero de momento no ha ocurrido.
Está por ver cómo termina el primer mandato de Donald Trump. Hasta la fecha
no ha causado ningún desastre (salvo el posiblemente imparable desastre climático), a diferencia de Barack Obama, que alentó las “primaveras” árabes y no
supo luego qué hacer con ellas. Hasta la fecha ha logrado unos espléndidos
resultados económicos. Hasta la fecha, todo apunta a que debería conseguir sin
grandes dificultades la reelección.
A veces es saludable que los
hechos contradigan nuestros prejuicios.
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