sábado, 12 de diciembre de 2020

Solo las paredes (Mr.28)

Un día sin escritura es un día malogrado.
Carmen Martín Gaite
A dónde irán los recuerdos que vivimos juntos.
Ángela Becerra
Llegamos a Luanco en el verano del cincuenta y ocho. Exactamente por San Juan. La casa era preciosa. Al menos así la recuerdo. No en el centro del pueblo sino al lado de la iglesia. Después de la del cura, los Pola, junto a la de los Botas y los Darnis. Tres plantas, todas con ventanas a la calle y pasillos acristalados con vistas al mar por detrás. Allí, un patio al aire libre con grueso muro de contención marina y salida a las rocas costeras.
En la primera un gran recibidor, el enorme comedor, los servicios y la cocina. En la siguiente, habitaciones para todos, amplia zona de juegos y el mirador, justo en el mi abuelo me enseñó a jugar al mus. El, ganaba siempre, tal vez porque me hacía trampas.
Como lo recuerdo la radio sobre el aparador, siempre prendida. En ella escuche la muerte de Marilyn, las Olimpiadas de Roma, el gol de Santillana que dio a España su primera Eurocopa.
En la última, el servicio. Mi madre tenía muchísimo. Cocinera, jefa de servicio, domesticas, cuidadora de niños, planchadoras y alguna más que no recuerdo.
En el patio habitaciones para trastos y bultos diversos. Una era para mí. En ella tenía mis cañas, los fusiles de pesca submarina, los reteles, las nasas. Yo lo que de verdad hacía en Luanco era pescar. Pescaba todo el día.
Me levantaba, si la marea estaba alta lanzaba las cañas por ver que caía. Si estaba baja iba al pedrero por quisquillas y nécoras (mi madre me pagaba una peseta por las capturas). Luego pesca submarina. Por la tarde, con caña al Gallo o los farallones. De noche al puerto. Para el tiempo que gastaba, sacaba poco pero siempre algo.
Años después dejamos la casa, luego el pueblo y al final Asturias. Ley de vida.
Volví cincuenta años después. Iba a nadar la travesía del Carmen. Termine el último, era el mayor. Todo había cambiado: las calles, los comercios, sobre todo las casas. Aquel caserón idílico, donde antaño viví, era un dúplex, eso sí, bastante entonado con el ambiente pero nada parecido al antiguo.
Recordé una frase nostálgica, sacada de algún libro policiaco, sin duda de Philip Marlone, el detective privado que bajo la piel de duro y bebedor, albergaba un ser filosófico y contemplativo, amante del ajedrez y la poesía, pero no tengo la certeza “Uno nunca debería volver aquellos lugares en los que, alguna vez, fue feliz”. Me prometí no regresar.
No lo cumplí. Un buen día Rosa me sorprendió con una noticia de La Nueva España.

Mira, aquella casa en la que veraneabas en Luanco, se quemó. Podías llevarme un día, hace un siglo que no me sacas y al paso que llevamos, pasará otro.
La lleve, solo para ver ruinas, escombros. Las piquetas y buldóceres se llevaron los escombros y solo queda un solar vacío y negruzco.
Lo mire con nostalgia
Esto es una ruina—dijo Rosa—Si al menos se hubiesen mantenido las paredes—

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