sábado, 7 de noviembre de 2020

Poder hipnótico (Mr.23)

El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo.
Paulo Coelho
El sueño solo fue sueño hasta que se hizo realidad... y el amor fue solo una palabra hasta que salió de tus labios.
Antoine de Saint-Exupéry
Era muy raro. Los ojos glaucos, el pelo blanco amarillento e infinidad de arrugas. Apareció por el barrio casi con el coronavirus, cuando el gobierno decreto el estado de alarma, en aquellos días en que la gente dejo de trabajar y, en consecuencia, cobrar. Solía vérsele en la entrada de los supermercados con una gran bufanda a modo de mascarilla. Apenas si sonreía, pero era muy amable, sobre todo con quienes salían de la tienda con la bolsa vacía o semivacía. Se les acercaba, les daba algo de conversación y dejaba caer en su carrito de la compra algunos billetes. Eso un día y otro día.
Quien era, donde vivía como llego a la zona eran preguntas importantes que nadie deseaba hacer, mientras aquellos billetes de banco cayesen en sus cestas aliviando el mal momento que pasaban.
Llegaba enfundado en una enorme capa negra. Desde la cabeza a los pies y encima con capucha.
Para la lluvia—decía jovial
Es vuestro sustento—susurraba a otros.

Un buen día desapareció, casi cuando lo hizo el coronavirus. Años después mi vecino, Comisario Jefe de la Policía Nacional en el Departamento de Robos, Sección Delitos No Conclusos, me conto el extraño caso que tenía entre manos. Sobre él tenía ciertas certezas, algunas dudas e infinitas incógnitas.
El hecho fundamental es que de las remesas de billetes usados, destinados a ser destruidos y ya una vez eliminados, muchos de los mismos reaparecían de nuevo en determinados barrios obreros con escaso poder adquisitivo. En las cámaras acorazadas ni se habían detectado problemas en el sistema de vigilancia, ni se habían captado imágenes que aclarasen aquellas desapariciones, no espectaculares pero si elevadas y continuas. Los videos mostraban, solo, la evaporación del dinero pero nadie habría o cerraba las puertas de seguridad ni nada parecido. Simplemente los billetes, sin saber cómo, se volatilizaban.
Mi amigo el de la capa pensé al referirme la historia. Algo parecido me había contado. No le hice ni caso. Pensé que se drogaba o que los efectos etílicos de vino le hacían desvariar.
Decía y, al hacerlo, su mirada casi transparente se perdía en el cielo, que su capa negra era su manto de protección. Que al cerrarla, tanto el cómo cuanto había bajo ella se volvía invisible. De esta forma podía entrar y salir a cualquier sitio, por ejemplo a una cámara bancaria acorazada. Solo cuanto estaba bajo ella se volvía invisible y exclusivamente si el la llevaba. Si alguien se la robaba y se la ponía, esta producía un intenso calor que obligaba a quitársela. Lógicamente los efectos de la invisibilidad desaparecían.
Tampoco le era posible obtener grandes cantidades, solo lo que hubiese debajo.
Entraba en los bancos llegaba a los depósitos de billetes desechables, tomaba algunos fajos y vivía a salir encubierto de su invisibilidad. El botín lo repartía luego entre quienes él creía eran los más necesitados, siempre acertaba,
Iba de capital en capital repartiendo robos y dádivas. Sabía que los pequeños desfalcos eran conocidos. Nadie conocía o imaginaban como.
Lo supe y supo que lo sabía. Supo también que mi verdad moriría conmigo que, lo que tantas veces decía, era Ingeniero de Minas no policía especializado en robos sin solución, era una verdad como un templo. Así seguiría por el resto de mis días.
El hombrecito de ojos glaucos, capa, bufanda y pelo rubio, casi blanco, desapareció. En cualquier capital nacional aparecería. Volvería a robar en los bancos, el dinero que iban a destruir, y de nuevo alguien más necesitado tendría un dinerito extra. Como dirían los castizos “Caído del cielo”.

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