sábado, 23 de enero de 2021

B. Pobre generación (O.2)

Es difícil, por lo claro de lo que expresa y la nitidez con que lo hace, superar el artículo de Javier Marías sobre el triste estado de la educación en nuestro País.
Da la impresión que todos los partidos, cuando llegan al poder, se sienten en la obligación de cambiar, en esta materia, todo lo que han hecho los anteriores, sin pararse a pensar, si en aquello había cosas buenas, o muy buenas que deberían mantenerse.
Siempre, los más perjudicados son los estudiantes. Yo, a modo de ejemplo, se bastante más que mis hijos y mis conocimientos están infinitamente por encima de mis nietos. Entre eso y la sinrazón de las Autonomías, en razón de cultura y educación, las futuras generaciones están abocadas a tener unos conocimientos sesgados y localistas, lo excelente para andar por un mundo cada vez más globalizado.
Esto, la incongruencia de nuestros gobernantes, o no lo ve o no desea verlo. Es peor lo defiende a capa y espada aunque la inmensa mayoría de las veces lo que proponen está en contra de lo que ellos mismos han hecho.

*”Que no sepan, no se expresen, no piensen
La creación de tarugos es un objetivo indisimulado de los políticos obtusos de nuestro tiempo

Javier Marías
Me entero por el enteradísimo Juan Cruz de que la nefasta Ley Celaá de Educación elimina la asignatura de Ética en el curso o cursos en que se impartiese. Creo recordar que la también funesta ley Wert suprimió Filosofía, lo cual trajo leves protestas entre los filósofos y profesores de la materia (no son lo mismo unos que otros). Ya mucho antes cayeron el Griego, el Latín, buena parte de la Literatura y no sé cuántas cosas más. Es asombroso que los pedagogos actuales tengan titulación y facultades para determinar qué se enseña y qué no. Si por la mayoría fuera, “se aprendería a aprender” y no se enseñaría nada, y así conseguiríamos el ideal de toda sociedad totalitaria: individuos que no saben, no entienden, no razonan, no se expresan, no piensan. Hacia eso se va, paso a paso y a veces a zancadas, como ahora con la eliminación de Ética. Al fin y al cabo, se dicen los gobernantes, ¿para qué sirve sino para que los ciudadanos tengan ideas de justicia, responsabilidad y solidaridad, de lo que se puede y no hacer por el propio bien y por el de los demás, de dónde están los límites del necesario egoísmo y de la libertad necesaria, de hasta qué punto el Estado está capacitado para imponer, en qué cuestiones sí y en cuáles no? En suma, ¿para qué sirve la Ética sino para que nos pongan pegas y nos critiquen?
No hay ningún Gobierno carente de ansias totalitarias, hasta los indudablemente democráticos. Quiero decir que todos aspirarían a ganar elecciones por unanimidad y a disponer de un cheque en blanco para obrar a su antojo. Claro que los respetuosos de las reglas saben que eso es imposible y aceptan lo relativo y parcial de su poder, y por tanto los pactos, las alianzas, las concesiones y las renuncias. Pero eso no los priva de sus ansias, aunque sean un desiderátum que demasiadas veces, sin embargo, se ha cumplido, desde Hitler y Stalin hasta Putin… y casi Trump. Esas ansias llevan, a los de menores escrúpulos, a sortear las limitaciones con subterfugios o con descaro. Hoy este detalle, mañana el otro, los años cuentan con muchos días. La supresión de Ética parece algo mínimo, pero va por ese camino. Paulatinamente se logra que los escolares no sepan pensar, ni hablar propiamente, no digamos escribir. La creación de tarugos es un objetivo indisimulado de los políticos obtusos de nuestro tiempo. Nos precisan a su imagen y semejanza.
A ese objetivo, lamento decirlo, ha contribuido la Real Academia Española desde hace 10 años, cuando se “reformó” y estropeó la Ortografía del español, hasta entonces clara y diáfana. Que yo pertenezca a esa admirada institución no me impide censurar lo que en mi nada docta opinión hace mal, y ya en su momento (véanse mis columnas “Discusiones ortográficas I y II”, de 2011) expuse por qué estaba en desacuerdo con esa “reforma”. También lo hice en un pleno, pero a mis objeciones se respondió con silencio y la mera repetición de los infundados argumentos que la “propiciaban”. Como si yo no hubiera dicho nada; me sentí en el Congreso. Ha transcurrido una década, ya digo, y la eliminación de las tildes en palabras como “rió”, “crió”, “lió”, “fió” y muchas otras ha hecho creer a numerosos hablantes —y lo que es peor, a escritores— que los vocablos “cortos” simplemente no llevan tilde nunca, y las editoriales se encuentran con textos en los que “cruzamos el rio”, “dejamos al crio con su tio”, “nos hicimos un lio” o “de ti no me fio”. Eso por poner un solo ejemplo del desaguisado creado por las Academias. Otro domingo me atreveré a hablar de las “nuevas palabras” recientemente añadidas por los actuales — ay— responsables del Diccionario.

Pero, volviendo al principio, ¿qué códigos de conducta se imparten a los estudiantes? Y ya no hablo de grandes conceptos, sino de mero civismo. Durante la epidemia he observado —dada la situación, con mayor estupor— que mucha gente no tiene ni idea de las normas más básicas de convivencia. Si el frío es tremendo y los ciudadanos han de hacer cola en la calle, ¿cómo es que tantos actúan aún como si no hubiera en el mundo más que ellos y se eternizan en las tiendas o ante el cajero automático? ¿Cómo es que entran agolpados en un pequeño comercio sin aguardar su turno? ¿Cómo dejan tirados patinetes en mitad de la calle? ¿Cómo van en bici o segway por las aceras necesitadas de la mayor amplitud o distancia posible? ¿Cómo las bloquean con larguísimas correas de perros, ocupándolas enteramente? ¿Cómo se bajan las mascarillas para hablarle a uno en la cara o para largar por el móvil o para comerse un bocata en medio del gentío? ¿Cómo pasan por delante de uno mientras mira un escaparate? ¿Cómo se detienen a mirarlo ellos mucho rato, taponando una calle estrecha? ¿Cómo todavía van en grupos de 12 y se apretujan contra los viandantes? No sé, en mi lejana infancia estas cosas se enseñaban en el colegio y en casa, y eso que no había epidemia. Cualquiera las sabía y las observaba, era lo mínimo. La pérdida de esas urbanidades no es cosa de las nuevas generaciones: ha afectado por igual a los talludos, muchos convertidos en narcisistas desconsiderados. La Ministra Celaá, ya que no va a permitir Ética, podría al menos introducir Cortesía en sus descabellados y serviles planes. Claro que es probable que desconozca tanto lo uno como lo otro, a juzgar por sus desabridas y displicentes maneras.
https://elpais.com/elpais/2021/01/12/eps/1610442763_516441.html
Javier Marías


Los actuales gestores del País se creen tan buenos, tan superiores al resto de los humanos que intentan, sin saber porque, salvo mantenerse en la poltrona del poder, cambiarlo todo para su beneficio: Tener una nueva generación ignorante y que no piense, unos jueces que se acoplen a sus deseos, no a las leyes, y un pueblo al que se le pueda mentir una y mil veces ya que si protestan, se les corta la lengua.

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