sábado, 24 de octubre de 2020

La familia (Mr.21)

Donde funciona un televisor, seguro que hay alguien que no está leyendo.
John Irving
No llores demasiado por mí, solo lo suficiente como para regar las flores con que adornes mi tumba.
Hennig Mankell
Murió joven. Excesivamente joven. Nunca protesto. El, que debía revelarse contra su vida, su mala vida, nunca lo hizo. Nació, en medio de la guerra, en una de las provincias más pobres de España. Termino en un hospicio. De allí salió, se casó y tuvo tres hijos.
No tenía los cincuenta cuando nos dejó. De cirrosis hepática, el, que no bebía ni fumaba, que jamás dilapido ni una peseta en vicios que nunca dijo una palabra más alta que la otra, marcho en silencio. Como siempre anduvo por la tierra.
Nací la primera. La niña mimada de la familia. La mayor. Hasta que partió fui su ojito derecho. Tras su muerte el pilar familiar. Y solo con dieciséis años.
Tome su negocio, de zapatería, pero no pude o no supe llevarlo. Mi madre empezó a trabajar y yo quede, sin apenas edad, a cuidar a dos niños y llevar una casa. El negocio desapareció, los problemas crecieron y mis hermanos, sin padre ni madre nunca terminaron de centrarse. Uno lo dejo todo por cuatro perras que, a la larga de nada sirvieron. El más joven, al que cuide desde bebe, ni tuvo ni tiene una idea clara de su vida. Eso sí, se casó, se separó y nos regaló dos niños monísimos.

Me pase la vida trabajando nunca cotizando. Fui de paro en paro, viviendo, eso si, la vida que el destino me ofrecía. No me quejo.
Tuve hombres. Unos me dejaron y a otros los deje. Ni me utilizaron ni nada conseguí de ellos. Fui por la vida haciendo el bien y leyendo las cartas, el Tarot. No sé de qué, ni como, me vino esa cualidad pero he de reconocer que lo hago bien, baste bien. Saco un dinerillo, en negro, muchos amigos y he recolectado una apreciable colección de barajas, libros, y estudios de ciencias esotéricas. Sin duda cuando muera serán para alguna amiga, también bruja.
Me case cuando debería haber enviudado. Muy mayor. Con alguien, en consecuencia, de mucha más edad. La gran ventaja es que no discutimos, hago lo que quiero, nadie me lo impide.
Y de repente, como dicen en los concursos de televisión, llego el coronavirus, operaron a mi madre del corazón y me encontré confinada en casa con dos casos de mayores problemáticos, sin poder salir. Debiéndolo hacer todo.
Han pasado tres meses y todos estamos bien. Mi madre, apolítica de toda la vida, ahora despotrica contra el gobierno. Tras cada aparición del Presidente en televisión, comenta don desdén: “No dice nada, como siempre. Nunca responde a lo que le preguntan”. Por impropio que parezca lo que más le afecta del confinamiento es el no poder salir, es la reclusión obligada. Seguro que si no fuese así, tampoco saldría.
Con mi madre en casa, ya no echo las cartas. Ahora limpio, ordeno, friego y cocino. “Algo se ha mejorado en casa” dice mi marido.
Salvo el 1 de Noviembre, Día de los Difuntos, en el que religiosamente subimos a la tumba de mi padre, la limpiamos, cubrimos de flores y rezamos algo, su recuerdo se ha ido difuminando lentamente.
Nos dejó un negocio, que no pudimos continuar, pero como dirían en su pueblo, desde el cielo siempre nos echó una mano, buena o mala, siempre salvadora, callada, efectiva. Poco nos acordamos de él. Mi marido, cuando toma unos vinos y se pone nostálgico, saca del fondo de la memoria aquello que escribió Bécquer y que por cierto recuerdo.
¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?

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