sábado, 20 de junio de 2020

Un pelo áspero (Mr.4)

El talento es más barato que la sal de mesa. Lo que separa el individuo talentoso del exitoso es un montón de trabajo duro
 Stephen King
Contar cuentos podía significar urdir absolutas mentiras. Como inventar historias.
                                                                                       Graham Swift
Hasta el 19 de Septiembre del 1983 nunca había estado con una mujer. Con una mujer negra, quiero decir.
Vivía en Quito y dirigía un proyecto internacional de búsqueda de yeso. Esta ilusión era algo que todos conocían. Yo quería estar con una morena.
No sé el día, sí que fue en casa de Maducho. Homosexual,  ilusionista de afición y representante de una  familia española de posibles. Muchos años después supe que eran los Koplovitz.
Al final de la noche quedamos los dos solos. El resto, como por encanto había desaparecido.
María era del Cantón de Piñas, al Sur del país. Negra como el chapapote, grande, de pechos prominentes y pelo ensortijado. Al pasar por el mis dedos lo note duro, áspero, casi impenetrable. Se lo dije.
         —En mi pueblo todos lo tiene así—contestó.
Terminamos en casa. Por la mañana, al entrar en el baño y ver la bañera quedo emocionada. Nunca se había bañado en una. Le puse abundante gel y la llene de agua caliente. Tardo nada en meterse, en juguetear con la espuma, en sumergirse. Sus senos, como pequeños volcanes negros surgían y desaparecían entre la espuma, sus pezones estaban duros, turgentes.
         —Ven—dijo en un momento.
Caí sobre ella y, de paso, inunde el suelo y parte del pasillo.
Típicamente costera. Aparecía en mi vida y se esfumaba luego como la cosa más natural del mundo. Juntos era cariñosa, melosa, nada distante pese a nuestras enormes diferencias. Reservada si, huraña no. Conocía y me lo fue, poco a poco, enseñando todo su país. Primero la costa, su fuerte, con el tiempo sus volcanes, las fuentes termales del altiplano. Siempre deseaba ingresar en los baños termales, donde el agua brotaba, hirviendo, de la tierra por el volcanismo existente. En las piletas, humeantes e irregulares, se zambullía desnuda, como sus ancestros. Era normal que ciertos pueblos indígenas, bajasen a las lagunas volcánicas para su aseo personal,  frotándose cuerpo y pelo con hojas  de agave machacadas. Disfrutaba moviéndose, bebiendo limonada o zumo de naranjas, secándose al sol o al calor de las rocas.
Sigo conservándola en mi mujerhoteca. No en una banda prominente, si en una cercana, donde coloco aquellas féminas que solo me dieron alegrías en la vida y para las que la palabra “problema” no existía. Allí está ella.
María fue la única y última mujer que se despidió de mí en el aeropuerto “Mariscal Sucre” cuando, en 1987, deje aquel hermoso país.

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